Comentario homiletico

Hec 9, 1-18 Cuando celebramos la Conversión de San Pablo Apóstol es importante precisar el sentido y significado de su conversión. Habitualmente llamamos converso al que pasa de no creer en Dios alguno a creer que existe. Pero este no es el caso de Pablo. Cuando Pablo nos narra con todo lujo de detalles el hecho de su conversión reconoce que antes era un fervoroso judío formado en la escuela de Gamaliel y fanático hasta el punto de comprometerse en su fe judía persiguiendo a cristianos, por considerarlos una secta o fe separada del judaísmo. Lo que ha sufrido Pablo, gracias al suceso ocurrido camino de Damasco, es un encuentro con el Jesús resucitado que le habla y ciega con potente luz, mientras le hace ver que es Jesús a quien él está persiguiendo.
O sea, que lo que Pablo ha vivido desde lo más profundo de su ser es un cambio en la percepción de Dios y de su fe. Si hasta ahora él estaba siguiendo al Dios invisible del Antiguo Testamento que hablaba a los hombres por la Ley (10 mandamientos) y los profetas, ahora lo descubre con meridiana claridad por Jesús su Hijo hecho hombre en Jesús que es la imagen más perfecta y visible del Padre. Esa luz cegadora que habla a su interior tan amorosa y convincente es la que le hace reconocer al Dios y Padre de todos en el propio Jesús, viva imagen humana del único Dios y Padre. En este Jesús resucitado Pablo ha visto el amor de Dios en plenitud que supera toda Ley y es capaz de llevarla a la mayor perfección.
Pablo ha vivido una “experiencia cumbre” con este suceso que le cambia su vida y lo va a transformar en el apóstol de Jesús más universal, porque se dedicó a la predicación del evangelio especialmente a los no judíos recorriendo en sus viajes muchas ciudades y dejando comunidades de cristianos a los que fue evangelizando a través de sus conocidas cartas que forman parte de los evangelios.
Así es como Pablo, el apóstol de encendida fe, por el encuentro con Jesús resucitado, cumplió con el mandato.

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